Las significaciones del riesgo abundan. La sociología y la antropología interesadas por las mismas, conocen diferentes modulaciones: el estudio de los peligros encubiertos por las tecnologías modernas, su concentración en algunos lugares; el reconocimiento de las consecuencias de sus actividades sobre el medio ambiente y sobre el ser humano (contaminación, salud, estrés, etc.); un inventario de las posibles rupturas del ecosistema amenazando zonas pobladas (inundaciones, avalanchas, terremotos, etc.); las repercusiones climáticas inducidas por las contaminaciones; estudios de los riesgos ligados al uso de una industria peligrosa en potencia (OGM[1], Nuclear, etc.); la comparación de los problemas de salud pública a la que se exponen las poblaciones por su modo de vida, de sus costumbres alimenticias, sexuales, etc., o las consecuencias inesperadas de la productividad industrial (vaca loca, etc.). Estos enfoques se juntan con la identificación de signos de vulnerabilidad tecnológica y social, y se emplean para analizar los comportamientos, elaborar sistemas de prevención, información, etc. El estudio de la manera en que las poblaciones implicadas se sienten o no en peligro, su propia percepción del riesgo, es un campo privilegiado del abordaje de las ciencias sociales (Lupton, 1999; Beck, 2001, 1999; Peretti-Watel, 2000, 2001).
Otra sociología del riesgo, la que aquí nos importa, más bien se preocupa por la significación de las actividades emprendidas por los individuos en su vida personal o profesional, en sus entretenimientos, para salir al encuentro del riesgo o resguardarse. Desde fines de los años 1970, las actividades de riesgo conocen un sorprendente éxito, lo mismo las empresas de los «nuevos aventureros», los deportistas del «extremo». En otro plano, se desarrollan conductas de riesgo en las jóvenes generaciones y suscitan inquietud.
En efecto, una aparente contradicción opone a una sociedad global preocupada por el acoso del riesgo, los programas de prevención, de toma de responsabilidad, las operaciones de control, las medidas de precaución, etc., con las prácticas individuales a menudo consagradas a la exposición voluntaria de sí mismo, bajo variadas formas, en especial las actividades físicas y deportivas, o las de una cierta indiferencia como en el campo de la educación para la salud, donde las campañas de información raras veces alcanzan sus objetivos iniciales. Esta diferencia entre el preocupación política de reducción de riesgos de accidentes, de enfermedades, de catástrofes tecnológicas o naturales, de protección óptima para las poblaciones, y la búsqueda individual de sensaciones fuertes, de estrés, de ocio que en ninguna medida es descanso, marcan en profundidad la ambivalencia de nuestras sociedades occidentales.
La noción de conductas de riesgo es entendida aquí como un juego simbólico o real con la muerte, un ponerse en juego, no para morir, por el contrario, pero que plantea la posibilidad nada despreciable de perder la vida o de conocer la alteración de las capacidades físicas o simbólicas del individuo. Las conductas de riesgo manifiestan un enfrentamiento con el mundo en el cual lo que está en juego no es morir sino vivir más (Le Breton, 1991). Veremos que las modalidades de ingreso en el riesgo difieren según las poblaciones implicadas. Para las jóvenes generaciones, las conductas de riesgo (toxicomanía, fugas, velocidad en la ruta, etc.), se sostienen en un sufrimiento personal agudo o difuso, son el indicio de una ausencia de integración, de la falta del suficiente gusto por vivir. Son un último sobresalto para entrar al mundo, es parirse a uno mismo en el sufrimiento para acceder por fin a una significación de sí que permita retomar las riendas de su vida.
A la inversa, para los deportistas de lo extremo, se trata más bien de una búsqueda de intensidad del ser, para encontrar una plenitud de la existencia amenazada por una vida demasiado pautada. El juego simbólico con la muerte está más bien motivado por un exceso de integración, es una manera radical de huir de la rutina. Para los deportistas de lo extremo, de hecho es más justo hablar de actividades físicas o deportivas de riesgo que de conductas de riesgo. En ambos casos, se trata de interrogar simbólicamente a la muerte para saber si vale la pena vivir. El enfrentamiento con el mundo tiene como objetivo fabricar sentido para al fin acceder al gusto de vivir o mantenerlo. La prueba personal es un camino alternativo para encontrar el juego de vivir. Desde luego, el juego con la muerte puede parecer lejano, simbólico, así sean la fuga, los trastornos de la alimentación, la alcoholización… para las conductas de riesgo de las jóvenes generaciones; rapel, escalamientos…para las actividades físicas y deportivas de riesgo, pero se trata de arrancarse las marcas habituales y sumergirse, para lo mejor o lo peor, en lo desconocido, que puede revelarse temible.
Esas pasiones modernas del riesgo nacen del desasosiego moral que estremece las sociedades occidentales, de la interferencia del presente frente a un porvenir difícil de dilucidar. En el enfrentamiento físico con el mundo, el individuo busca sus marcas, se esfuerza por sostener en sus manos una realidad que se le escapa. Los límites de la acción toman entonces el lugar de los límites del sentido que ya no logran establecerse. El desafío que ellos se infligen prueba el valor de su existencia. Paradójicamente, nuestras sociedades conocen un clima de seguridad raramente alcanzado a lo largo de la historia. Pero cuando hacen falta los faros del sentido, la existencia se establece con dificultad. Antes de vivir, incluso en completo sosiego, se impone la necesidad antropológica de comprender por qué vivimos, de atribuir un valor a nuestra presencia en el mundo. Lograr la integración social no siempre desemboca en el dulce disfrute de sus privilegios. Insatisfecho, experimentando lo inacabado de su estado, el individuo se orienta hacia gustos de los que no ignora los peligros, y por los que a veces paga con su carne la sobreestimación de sus capacidades para superarlos. El estudio del juego simbólico con la muerte implica una antropología de los límites, en el mismo plano que aquellos dados por la ley, y en el plano de aquellos dados por lo real, porque la muerte es el último límite.
Esta obra fue en un inicio, la voluntad por reescribir La sociología del riesgo, aparecida en la colección «Que sais-je?» en 1995 y hoy agotada. Pero asumí el desafío al punto de reemprender el texto en su totalidad para finalmente escribir un libro completamente diferente. Conductas de riesgo devino así, poco a poco, en un volumen complementario de Pasiones del riesgo, cuya primera edición es de 1991. Retomo las mismas hipótesis alrededor de los ritos ordálicos o los ritos personales de pasaje. Pero me esfuerzo por abordarlos de otra manera, con nuevas referencias, incluso aunque las matrices de análisis permanecen. Se trata entonces, según mi perspectiva, de un libro totalmente inédito sobre el tema, de una prolongación que se hace eco de su precedente, siendo desde luego autónomo en el plano de la lectura.
Esta antropología de las pasiones por el riesgo en el mundo contemporáneo ha estado primero en Pasiones por el riesgo, una aventura personal devenida posible por la inmediata y siempre renovada confianza de Anne –Marie Métailié y de Pascal Dibie. Sin su apoyo, sin duda jamás hubiese podido tener tantas posibilidades de reflexionar sobre este tema y profundizarlo. Luego, esta aventura devino colectiva, reuniendo especialmente en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Marc-Bloch a un puñado de otros investigadores, bajo la égida de la complicidad y de la amistad. Con Pascal Hintermeyer, Hakima Aït el Cadi, Thierry Goguel d´Allondans (IFCAAD), y al inicio Claudine Sauter (IFCAAD), llevamos a cabo sin descanso desde 1996 una vasta encuesta sobre las conductas de riesgo. Así, hemos relevado más de seiscientas entrevistas con jóvenes de Estrasburgo y de su región, con la ayuda de estudiantes de sociología. Les expreso a todos ellos mi gratitud, así como a Denis Jeffrey (Universidad Laval, en Quebec), otro cómplice de larga data sobre este tema. Agradezco una vez más a Thierry Goguel d´Allondans por haber aceptado leer de nuevo la obra y haberme permitido afinarla. Y, como siempre, expresarle mi reconocimiento a Hnina quien ha leído y releído con el mismo inflexible rigor de siempre todos los desarrollos de esta investigación desde su origen.