Yakoncick se ha concedido el placer de narrar sin atenerse a modas, ni a estéticas que gozan de prestigio ideológico o a exigencias de toma de posición. Nada reivindica porque el cuento no es el lugar de la reivindicación, aunque por el material que elige, precisamente por eso, fácil sea percibir hacia dónde se inclina.Justamente, sus lugares de residencia, Córdoba, Rosario, España, le proporcionan la materia a relatar, pero ningún compromiso autobiográfico la atraviesa, porque importa más la narración que lo narrado.La estrategia, en la variación temática de los cuentos, dicta comenzar de un modo tranquilo, casi anodino y luego introducir aquí y allá señales de que algo perturba, de que algo implica un suspenso que debe precipitarse pronto: aquí yace lo inaudito del título; es lo no oído porque el lector espera oírlo, espera el tiempo de la conclusión, no porque Yakoncick se esfuerce por perseguir a cualquier costo la originalidad.Es el puro placer de narrar que sin duda embarga al lector; no el placer de experimentar con el lenguaje de modo tal que el lector se desinterese de la trama y quede cautivado por el alarde estilístico.El mismo Yakoncick pretende, y lo ha confesado, que quiere que el lector quede cautivado por la trama y se olvide del lenguaje. Por cierto, para que el lenguaje haga olvidar el lenguaje es preciso trabajar el mismo lenguaje. Un lenguaje minucioso, neutro y transparente, ajeno a toda sensualidad y relieve psicológico, tiene el premio de que ciertas situaciones –dos personajes que preparan una grotesca revolución, obtienen el premio otorgando por las fuerzas vivas del pueblo; los afilados dientes de una criatura restan como imagen dramática al final de un relato– vibren como vibra el agua cuando cae la piedra: es el privilegio del narrador, que une la tersura de la escritura a las entrañas tácitas de la vida.Contar es también permitir que la vida penetre en la narración sin las espesuras o las inútiles defensas de la inteligencia.Juan Bautista Ritvo, abril 2023.