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Quizás hoy provoquen verg ¼enza nuestras prisiones. El siglo XIX se sentía orgulloso de las fortalezas que construía en los límites de las ciudades y, a veces, en el corazón de éstas. Se complacía en esa nueva benignidad que reemplazaba los patíbulos. Se maravillaba de no castigar ya los cuerpos y de saber corregir en adelante las almas. Aquellos muros, aquellos cerrojos, aquellas celdas figuraban una verdadera empresa de ortopedia social. Quienes robaban eran encarcelados, también aquellos que violaban o mataban.
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