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Los argentinos venimos de una larga serie de desencuentros y frustraciones. Parecería que fue necesario descender al fondo del abismo para comprender la necesidad de restablecer los valores de la libertad, la justicia y la tolerancia. A partir del surgimiento de la democracia el 10 de diciembre de 1983 una nueva voluntad de convivencia se va consolidando. Atrás quedaron las apelaciones a la violencia y a la creencia de que la estabilidad es el resultado de la imposición de un sector sobre el resto de la comunidad. Hoy entendemos que las decisiones colectivas deben ser fruto del consenso mayoritario en el marco de la libre discusión de ideas y proyectos. Que la razón no es propiedad de algún sector sino que se construye comunitariamente en el debate cotidiano. Que los intereses deben ser considerados no en función del poder de quienes son sus titulares sino en razón de los principios que los justifican. Que debemos superar el sistema de sociedad facciosa que hemos padecido y retomar caminos de conciliación y acuerdos. Sabemos que nuestra Constitución tiene defectos estructurales que dificultan la negociación y el arreglo. Es por esto que este nuevo espíritu de convivencia exige necesariamente eliminar las trabas institucionales que impiden su desarrollo. Todo nuevo período histórico necesita de un gran pacto de convivencia. La Constitución de 1853, después de finalizadas las guerras civiles, fue el gran pacto sobre el que se formó la Nación Argentina. La República Argentina inicia un nuevo período histórico. Superados los desencuentros estamos construyendo el país que debemos ser. Ahora como en 1853 debemos explicitar ese gran pacto que sirva de eje para construir la Argentina moderna y solidaria.
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