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La escritura es un viaje. Un recorrido que se inicia y termina en el mismo sitio. El rectángulo de la página en blanco marca el comienzo de una aventura de duración incierta. Puede ser breve como un orgasmo o extensa como una vida sin pasión. Con resultado feliz o desastroso. La literatura de Pablo Robledo tiene el ritmo alucinado de los viajes. También su riqueza. Percibí su particular sonido en la correspondencia que durante años me regaló desde los sitios más inverosímiles del planeta. Sesenta y cinco países recibieron su impiadosa mirada. Esas cartas escritas con tinta permitían apreciar una prosa sin concesiones. Fueron el prólogo necesario para estos relatos. Pelucas de contrabando remite a un heroísmo sincero: una carga de caballería frente a los tanques. Una espera bajo la llovizna fría. El valor de lo efímero. Estos textos demuestran que no existen historias pequeñas. Hay buenas o malas narraciones. Esta sucesión de relatos son el producto de esos recorridos. Cuentan en su desnudez los retazos registrados con "el ojo loco del extranjero". Azar o destino. Como Bruce Chatwin, tal vez, en busca de salud. Como Malcom Lowry en un intento de captar belleza en el derrumbe. La invitación está hecha. El lector puede convertirse en compañero cómplice de estas aventuras. Tiene en sus manos el boleto. Puede subirse al tren antes de la partida. Robledo es un espadachín en la era nuclear. Un payaso que canta en el incendio, Reynaldo Sictecase
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