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Al recibir el Oscar, el director italiano Paolo Sorrentino le agradeció a Diego Maradona: le había salvado la vida, como luego contaría en la película Fue la mano de Dios. El ex futbolista Pedro Monzón tenía decidido suicidarse cuando, con el arma ya en la mano, decidió llamar a Diego: “Si no viene, me mato”. Esas son dos de las historias que Micaela Domínguez Prost cuenta en La mano de Diego, publicado por la editorial Octubre. En otras nos habla de un porteño preso en el Chad por hacer espionaje para Kadafi, de una trabajadora social perdida en Beijing, de una azafata inglesa atrapada en la Kuwait invadida por Saddam Hussein, de un hombre que en estado vegetativo lucha por su vida en un hospital de Miami. Estas historias reales testimonian el alcance de una idolatría y –según escribe el sociólogo Pablo Alabarces en el prólogo– dan indicios de algo que “supusimos cuando comprendimos la inmensidad del amor napolitano o leímos sobre las manifestaciones en Bangladesh contra su salida del Mundial 94. Algo había en Diego que lo volvía, mágicamente, un ídolo popular global”. Domínguez Prost
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