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Pese a la alevosa tensión y el cultivo cuasi sádico de una estética de la inminencia, Jauría no es una novela de terror. Ambientada en los alrededores de la bonaerense Epecuén -tan pueblerina, tan de camino y tan sorprendente como un episodio de Fargo- la primera novela de Fernando Chulak es algo muchísimo más interesante y complejo que eso: es una novela de cuidado, si cabe decirlo así. En todos los sentidos: por la actitud que genera en el lector y por la temática, ya que, en un mundo cerrado de solitarios cautivos por decisión o contrato, el solitario Sergio (cuidado con él) cuida a un Fonseca desolado y se cuida de su jefe, cuida a los dogos que entrena y debe tener cuidado de/con ellos. ¿Y el narrador? En el fondo, la excelencia de la novela está en esa incertidumbre: cómo y cuándo les soltará la mano. Porque el tema de hacerse cargo de sí mismo y del otro o de los otros atraviesa el relato: padrastros, huérfanos y malcriados/desorientados por la vida hacen que otros cuiden y/o (se) cuiden de ellos para existir. Pero no entienden nada. La enfermedad que recorre las apretadas, rigurosas páginas de Jauría, novela negra, sabia y reticente que no se permite ningún exceso, es una ansiedad difusa, un malestar que no sabe su nombre y que Chulak o su personaje más cercano y enceguecido jamás nombran ni intuyen sino como incómodo golpe de claridad por una ranura saturada -el parpadeo contra el sol y la tierra voladora-, es una rabia sin espuma ni sentido ni vacuna ni grandeza: la compulsión, la necesidad de algo para morder.
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