La Iglesia Católica, a lo largo de sus veinte siglos, ha pasado por las más sorprendentes circunstancias. Papas impuestos y depuestos por las armas, asesinatos y crímenes pasionales. Unos papas eran guerreros sanguinarios, otros humildes y sufridos monjes. Unos déspotas cínicos, otros verdaderos santos. La Iglesia ha sido capaz de hacer las peores atrocidades, pero al mismo tiempo siempre se preocupó por conocer y defender la naturaleza y la dignidad del hombre. Tiene un pasado plagado de hechos tenebrosos, pero casi nadie se atreve a cuestionar la autoridad moral de los papas de nuestros días. ¿Cómo puede una institución jaqueada por tantas circunstancias adversas perdurar a lo largo de tantos siglos y resurgir en nuestros días con tanta fuerza?

Cuando se la estudia desde una óptica tan alejada de la apología, cargada de dudosos elogios, como del anticlericalismo, que busca desacreditarla, sólo nos queda decir que es una institución fascinante, que ha influido de manera decisiva, en nuestra forma de ser, como integrantes de la cultura occidental.