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Educar es un acto político, una figura del amor, un gesto estético, la preocupación sostenida acerca de lo que lo humano necesita para seguir siendo: algo más y otra cosa que engendrar carne. Como diría Pierre Legendre, “al hombre le hace falta una razón para vivir, y esa razón exige un saber especial, el saber sobre los límites”. Educar es así, para nosotros, el intento perseverante de una transmisión básicamente fallida, la preocupación por lo que hay que compartir para que todos tengan parte, formen parte de lo común; es decir, lo que se diferencia de lo homogéneo por ser el más de uno (que no es el más de lo mismo) y por habilitar el acceso al más de uno de la oferta y constitución identitaria. Educar es intentar, reiterada e incansablemente, que la pulsión tenga la ocasión de una sublimación, que el deseo de saber tenga tramitaciones posibles, que los enigmas subjetivos animen trayectos de búsquedas marcadas por el placer de buscar (ya que todo hallazgo es siempre excepcional). Buscar sentidos, tramitar algo de lo intratable de lo pulsional, deseo de saber que se vuelva ganas de aprender y posibilidad de aprehender otra cosa. Educar es estar o volverse disponible a la posibilidad misma de una experiencia, la que eventualmente se gesta en el encuentro con el otro extranjero, con lo extranjero de nosotros mismos, con el pensamiento del otro (doble extranjeridad, la del otro y la de su pensamiento, que conlleva el requisito de una doble hospitalidad, hacia el otro y hacia el pensar del otro). Estas y otras proposiciones han sido puestas en discusión por el cem a lo largo de su historia. Los argumentos y las razones que nos llevaron a debatir permanecen, el entusiasmo por los intercambios perduran y resuenan, siguen dándonos a pensar, a rectificar, a modificar y a mantener y sostener la convicción acerca de la importancia de participar de espacios plurales, de una deseada polifonía potencial. Evidentemente, educar y educarse, volverse sujeto, es dejarse alterar, dejarse afectar por la otredad (tan mentada últimamente como renegada políticamente). No hay educación sin alteraciones. Admitir que los saberes se alteran es, antes que nada, reconocernos como sujetos alterables, alterados por lo otro, por el otro y, a la vez, admitir que es en esa alteración donde reside quizá la única posibilidad de saber (algo).
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